domingo, marzo 23, 2008

 
SCHUBERT (3 DE 6)
Pero dejemos eso. La historia de la música no es lo que importa, y menos en el caso de Schubert. Entonces ¿qué? La vida, la muerte, tú, yo, el pobre Franz... Digamos: el desgarro de vivir, la pobreza de existir, la desgracia de ser uno mismo... me vais a hallar demasiado sombrío, y lo soy. Pero también lo era Schubert, y más. "Mis obras son hijas de mi conocimiento y de mi dolor", decía. Y de sí mismo, a los veintisiete años: "Me siento el ser más desgraciado y miserable del mundo...sin alegría y sin amigo, mis días se marchan..." Cuesta creerlo. Su música rebosa tantas veces de buen humor, de empuje, de alegría... sin duda tenían, como cualquiera, sus humores, sus momentos de sosiego o de desesperación, sus pequeños placeres, sus verdaderas alegrías, sus penas inmensas. No me gusta que en él se exagere lo patético, la expresividad, el romanticismo. Prefiero los intérpretes que lo acercan, como haría yo mismo, a Mozart, incluso a Haydn. Posee la misma elegancia, la misma bondad, la misma ligereza. Pero finalmente es también el músico del dolor, no cesa de repetirlo, y por ello nos afecta en primer lugar, o más bien por esa mezcla de dolor y de paz, "como una sonrisas entre lágrimas" se ha dicho, y es verdad. ¿Resignación? No es la palabra que usaría. Algo que oscila, más bien, entre desapego y desgarro, entre dolor y dulzura, pero que culmina casi siempre en una forma de aceptación, de sosiego, de serenidad. Schubert perdona a Dios, lo que Beethoven nunca supo hacer (ni perdonarse a sí mismo) y Mozart ni pensó. Hay tragedia en él, sin duda, pero sobrepasada, pacificada, reconciliada. Recordemos el andantino de la Sonata en La Mayor (D. 959). Allí es donde quizá mejor lo reconozco. Se diría que ya está muerto, que ya nada le puede alcanzar, y sin embargo es lo contrario de una marcha fúnebre, es la vida que continúa a pesar de todo, la vida frágil y tierna, inconsolable, irreparable, como del otro costado de un desastre, como ya perdida, como ya salvada. Acepta su desgracia, el primer paso hacia la sabiduría, y quizás el más difícil. Acepta su debilidad, su miseria, su incapacidad de aceptar. Acepta ser sólo él mismo, ser casi nada, muy pronto ya no ser. En eso se nos parece y nos muestra el camino. La música como trabajo del duelo... Sus movimientos lentos son desgarradores, pero más por la angustia que por la desesperación y menos quizás por el dolor que por la nostalgia de una felicidad imposible o perdida. Ninguna relación con Schumann, alguna con Brahms, el del final, el del último Quinteto (op. 115) o las Sonatas para piano y clarinete... Luz de otoño, tarde de primavera... Schubert emociona más; Brahms sosiega más. Pero incluso en Schubert la nostalgia se suaviza. Nostalgia aceptada, sobrepasada, casi serena a veces: el drama ya ocurrió (sin duda no podía componer si sufría en exceso) y uno se pasea entre las ruinas, las penas, los recuerdos... Escuchad, en el Cuarteto número 14 (La muerte y la doncella), ese abatimiento del andante, todo ese peso de pena, pero también esa luz, esa delicadeza, esa gracia conservada o recuperada... Schubert no grita: llora, y eso forma sin embargo un canto que renace, que se alza, que se extingue con dulzura... Nada podrá cambiar toda la violencia del scherzo, ni la carreta enloquecida del presto, esa cabalgata hacia el abismo, en el abismo, ya como heroísmo de ultratumba... o bien en el andante del decimoquinto, esa elegancia soberana, casi sobrenatural, esa altivez en la desgracia, ese orgullo, esa sonrisa de ángel herido o condenado.
André Comte-Sponville. Impromptus

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