martes, enero 08, 2008

 
Yo, por entonces, creía que los estranguladores sólo existían en las películas. En los cines modestos de barrio, entre crujidos de carcoma y cáscaras de pipas, en aquellas mañanas inciertas de los domingos, pobladas de sobresaltos, había visto aparecer a Peter Lorre sobre una pantalla iluminada de imágenes en blanco y negro, desempeñando su papel de científico tarado, y lo había visto afanarse en su quirófano de azulejos sucios, bisturí en mano, injertando las manos de un asesino en las muñecas (o muñones) de un joven pianista que había perdido las suyas, arrancadas de cuajo en un accidente que la elipsis cinematográfica o la censura, tan benévolas ambas, habían eliminado de la película.
Juan Manuel de Prada. El silencio del patinador

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